El primer Wittgenstein sentenció en el Tractatus su conocida
fórmula «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Es decir, que
la realidad no existe por sí misma, sino es que es el resultado de la imagen
que el lenguaje da de ella. Es realidad aquello que puede ser descrito con el
lenguaje. Si una palabra no nombra ninguna cosa con referencia en la realidad
carece de significado porque no se le puede asignar un valor de verdad. El
segundo Wittgenstein, el de las Investigaciones filosóficas, defiende que el
lenguaje no puede ser algo individual, sino que necesariamente debe ser una
herramienta colectiva. El significado de la palabra amor es conocido por todos;
sólo es posible concebir el amor porque todos llamamos amor a lo mismo, porque
hemos llegado al acuerdo, a lo largo de las generaciones, de que hay una serie
de actitudes y comportamientos asociados al concepto de amor. Sólo así somos
conscientes de su existencia.
Desde un punto de vista menos filosófico y más
lingüístico Edward Sapir y Benjamin Lee Whorf enunciaron en la década de 1940
la conocida hipótesis Sapir-Whorf, que en su formulación fuerte puede
declararse a las claras como puro determinismo lingüístico. Humboldt ya había
señalado que el lenguaje ejercía control sobre el pensamiento, pero Sapir y
Whorf llevan la dependencia del pensamiento respecto al lenguaje al extremo de
defender que la lengua determina completamente la forma de conceptualizar y
clasificar la realidad.
En 1966 Focault
publica Las palabras y las cosas, donde defiende que sólo existe aquello que es
nombrado. El mundo sólo puede ser aprehendido a través del pensamiento y el
pensamiento necesita forzosamente expresarse a través de palabras. Las palabras
tienen el poder de conceptualizar el mundo, de organizarlo en categorías, y en
definitiva, de crearlo ante nuestros ojos. Lo que no tiene nombre no puede ser
nombrado y lo que no puede ser nombrado no existe.
Los griegos
llegaron a pensar que quien dominara el lenguaje acabaría dominando el mundo.
Así nacieron los demagogos. Pero no pudieron imaginar, sino sólo al final de la
democracia, que esos mismos maestros de la palabra serían el germen del final
de su mundo. Hay quienes dicen que la palabra se contaminó al entrar en
contacto con la política.
Escrito por Alejandro Galero
tomado de http://www.lapiedradesisifo.com